Va Pal Cielo y Va Llorando, «CON HAMBRE».
Advertencia: Las fotografías tomadas en este restaurante fueron de afán; porque nos dedicamos a vivir la experiencia. No a chicanear.
Decidimos conocer uno de los restaurantes más excéntricos de la ciudad (con plaza en Bogotá, Medellín y Miami), donde pudiese aplicar el viejo refrán “al que no le gusta el caldo se le dan dos tazas”; aunque en el Cielo fueron 15 y sin preámbulo decimos que todos nos gustaron.
Una puerta transparente con un pequeño aviso que dice “El Cielo” se abre y nos deja entrar, separando la ciudad y su bullicio de un lugar minimalista pero de gran amplitud, tenue, tranquilo y sorprendente, pues la sensación que da este lugar es de paz y tranquilidad; (así vaya con harta hambre).
La carta, algo totalmente diferente, lleno de emoticones donde debimos interpretar con la similitud que nos ofrecen los emojis del WhatsApp. Entonces, nos arriesgamos a pedir uno de los dos menús ofrecidos aquella noche.
Platos irregulares, rústikos pesados y de textura áspera, fueron ofrecidos durante toda la velada, lo que complementaba el ambiente maderoso del lugar. Para comenzar un baño de manos con rocas falsas que se rompían al presionar segregando una especie de crema de su interior, bañadas en agua caliente y seguido de ello nuestro primer plato. Un buñuelo con relleno de choclo; en ese instante entendimos que la variedad de platos ofrecidos nos a transportarían a nuestras raíces. Degustando de una manera diferente nuestra comida de tradición colombiana, entonces, seguido de ese magnífico buñuelo llegaron galletas de morcilla, yuca y pescado con cubos de ajo como entradas de sal y almojábanas de arracacha servidas sobre “Molas” (tejidos artesanales, colombianos y panameños) como entradas dulces; siempre traídas a la mesa con el preámbulo de una historia, ya que cada plato solo podría nacer desde la experiencia de encontrarse con la cepa de nuestra cultura colombiana.
Entonces, llegaron los platos fuertes. Algunos extravagantes a la vista, como la sopa verde biche acompañada de papas negras cuadradas. Otras sutiles y minimalistas como un langostino con pincelada de calamar; pero eso sí, todas absolutamente deliciosas. En conclusión todo era un juego de percepción tratando de engañar al sentido del gusto, ya que al ver cada plato el acertijo era adivinar que degustaría nuestro paladar (fallando en casi todas las ocasiones).
Uno de los platos venía acompañado de un libro. “Cien Años de Soledad” que se quedaba medio abierto esperando a que los comensales terminaran un trozo de cerdo rodeado de mariposas amarillas, simbolismo de la página 20 de aquel libro escrito por el gran Gabo, siendo el final de los platos de sal para comenzar con lo dulce.
Después de estar un poco llenos, era necesario reposar (Como buen colombiano, haciéndole el espacio al postre). Probamos dulces de yuca con helado de lulo, cucas con relleno blanco y demás combinaciones que solo el Cielo nos podría ofrecer. Sintiendo que degustamos una parte de cada región de nuestro país; terminando la velada con un café dentro de una atmosfera de Nitrógeno, capaz de congelar la mesa y el tiempo, porque fue en ese instante en que todo se quedó paralizado.
Al irnos de aquel lugar hemos sentido que llevamos una parte de cada rincón de Colombia en el paladar y no hay nada más gratificante que conocer un poco más de nuestras propias raíces.
Entonces, podemos asegurar que nuestras historias continuarán.